jueves, 17 de noviembre de 2011

solo sé escribir.


Algunos dicen que también saco fotos. Yo creo que, en realidad, escribo con imágenes.

Si estoy triste escribo si estoy feliz escribo si no sé cómo me llamo escribo si no entiendo dónde estoy parada escribo si no logro entenderme escribo si tengo miedo escribo si estoy enojada escribo si estoy asombrada escribo.

Las ideas se juntan en las letras. Se ordenan. Se amigan.

A veces creo que no sé hablar. Menos mal que puedo escribir.

Escribo en mi mente. Escribo en papel. Escribo en la nada. Escribo en los márgenes y en los centros. Escribo en recortes de hojas que supieron ser un todo, como yo.

Escribo y me pregunto cómo seré yo, escrita.

Escribo sabiendo que no existe cosa tal como el talento. Solo son letras, palabras. Solo son formas pausas silencios huecos. Son solo cosas que no sé decír, cosas que se atragantan en el alma y salen a través de los dedos, recolectan letras, arman palabras, convencen a algunos puntos y comas, atrapan mayúsculas (no siempre, porque son esquivas) y terminan formando mi alma en unas líneas que se entreconectan, como un espejo que se ubica delante de mí, impasible.

Escribo sin parar, a veces. Escribo escribo escribo escribo escribo escribo escribo.

Sin perder los estribos.

Porque, al final, ya lo he dicho: yo solo sé escribir.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

un pequeño aguafuerte.

Dicen que Buenos Aires es ciudad de escritores. Uno duda, sentado en el primer piso de un McDonald’s céntrico. Hasta se siente bicho raro por escribir en un cuaderno sin tener fotocopias o libros alrededor que lo legitimen como estudiante y lo excusen de la extrañeza de su actividad. Pero los que saben, saben, y no queda más que creerles.

Mientras escucho mucho ruido y poco sonido; voces, charlas oficinescas, risas contenidas para no llamar la atención en este gran comedor comunitario, pienso en Arlt. Me pregunto por qué murió tan joven, y qué diría del mundo actual. Un dejo de nostalgia amenaza con invadirme, como el humo que envuelve la atmósfera. Pienso en cómo me hubiera gustado conocer ese Buenos Aires de los años cincuenta, tan poético, tan marrón de bares y cafés, tan marcado por su historia y sus inmigrantes. Y es que nuestra historia tiene gusto a café, a cigarros. Ruido de calles que tienen vida propia, aglomerado de personajes únicos, sutiles, escondidos detrás de la rutina capitalina.

Como ese vendedor de chucherías del barrio de Once. Balvanera, deberíamos decir, pero nos gusta decirle once. Eleven, para los más progresistas. Uno se pregunta qué es en realidad el progreso, y si será que tiene tanto que ver con llamar a las cosas más porteñas que Gardel con un nombre extranjero. Aunque Gardel era uruguayo…así que puede ser que tengamos un problema de base.

Pero este buen hombre, vendedor callejero, sentado en una vereda de la avenida Pueyrredón se me ha hecho uno de los personajes más interesantes de mis deambulajes en colectivo. Quieto, inmóvil, mientras la gente pasa. Cientos y miles pasando delante suyo. Siempre me pregunto en qué pensará. Algo en su cara me dice que tal vez recuerda un pasado mejor, una familia, un trabajo menos estigmatizado. Pero ahora está ahí, sentado en su silla plegable, mirando el mundo pasar, y sin recibir una sola mirada de regreso.

Emblema de nuestra ciudad.

Como esos oficinistas que siempre van de a dos, trajeados a más no poder, siempre apurados, siempre ocupados. Se los puede ver en especial durante el horario de almuerzo: mocasines modernos, pantalones elegante-sport, camisa a rayas. Cualquiera que se vea obligado a caminar detrás o a esperar que un semáforo dé luz roja cerca de ellos puede escuchar sus charlas típicas: que fulano tiene que revisar el contrato, que llamé a la oficina de mengano y no estaba, que mengano nunca está y así no llegamos a fin de año. Que me voy de vacaciones a Brasil con mi novia, que el fin de semana fuimos a jugar a la pelota con los pibes de la oficina y sultano es de madera.

O como los turistas. Siempre en grupo, recorriendo la calle Florida por lo general con menos abrigo que lo que indica la estación. Mapas en mano, presas fáciles de los despiadados vendedores de ropa de cuero, “city tours” y “tango shows”. Imposible camuflar su extranjerismo. Y uno se siente un poco poderoso cuando los cruza desorientados, buscando una dirección, tratando de llegar a la calle Corrientes que en realidad está a una cuadra. Uno camina con más seguridad de la que verdaderamente tiene, para diferenciarse de esa masa de extraños, para demostrar pertenencia: yo soy de acá, conozco estas calles, las baldosas conocen las suelas de mis zapatillas, y no quiero comprar una campera de cuero.

Y es entonces que la nostalgia se apodera de mí: me siento tan afuera, y a la vez tan adentro. No logro identificarme con lo que me rodea, pero no conozco otro lugar en el mundo donde me sienta tan parte, como una pincelada en el retrato de la ciudad. Un poco como Arlt, ¿no? Mirando la ciudad con nuevos ojos para encontrar lo distintivo, rehusándose a dar por sentado lo que pasa a su alrededor, buscando los detalles, las marcas de identidad, como las líneas que conforman una huella dactilar. Encontrando nuestra identidad en la variación, en el cocoliche que nos conforma.

Porteños. Con los ojos más allá del puerto. Buenos aires, porque nuestras avenidas son anchas, porque siempre creemos que el pasado fue mejor, porque llevamos siglos tratando de averiguar lo que queremos, y porque todavía no logramos aceptar que todo eso: McDonald’s, café, Arlt, cigarros, historia, bares, turistas, vendedores del Once, oficinistas… todo eso somos nosotros, y por eso no podemos evitar inflar el pecho cada vez que se habla de Buenos Aires. Porque bien adentro, sabemos que esa ciudad que a veces nos parece tan extraña, que damos por calificar de “fea” es en realidad tan parte de nosotros y de nuestra historia como ese cofre viejo que heredamos de la abuela. Y que nosotros también somos parte de su historia.

No sé si será ciudad de escritores… pero al menos a mí, cada vez que la recorro me regala un retrato que vale la pena pintar, a veces un poco austeramente, con mis cortas palabras.