viernes, 27 de diciembre de 2013

Ideas de luz, calor y mañana.

No soy politóloga. No entiendo mucho de estas cosas. Pero hoy, levantada temprano y en plan de empezar el día, me tomé unos minutos para leer el diario. Cortes de luz, gente que protesta por todas partes, el boleto de colectivo que aumentó casi un 50% -ah, pero no es que alguien haya salido a anunciarlo, a prometernos que este aumento vendrá acompañado por mejoras en el servicio... no, más bien, nos enteramos casi de casualidad, casi una gentileza de alguien que leyó el Boletín Oficial-, y la lista sigue. Mi pregunta es, entonces: ¿quién nos dirige? En medio de todo el caos, el descontento, las complicaciones que no son más que la consecuencia del descuido de años, ¿quién se hace cargo?
Por mis estudios me toca ver seguido discursos y conferencias de presidentes extranjeros y debo confesar que muchas veces sueño con cómo sería tener un presidente al que pudiera creerle. Que nos animara, como pueblo, a crecer, a confiar en nosotros, a dar lo mejor. Que nos animara a trabajar juntos, y no a vivir enemistados entre vecinos.
"Leíste a Clarín", me dirán algunos. No. Leí todos los diarios. Con las más variadas inclinaciones políticas. Cada cual culpa a alguien diferente, pero eso no hace más que acrecentar la sensación de vacío, de que estamos solos frente al mundo. Solos frente a una clase política que, una vez más y como tantas veces en la historia, solo piensa en salvar su pellejo. Solos ante las problemáticas sociales que, lejos de mejorar, empeoran día a día y nos golpean en la cara cada vez que salimos de casa. Solos. Sálvese quien pueda y huya el que tenga valor.
Quién sabe, mi país lindo. Será que el cambio va a tener que empezar por nosotros, será que es hora de dejar de quejarnos de a uno y solo mientras el problema nos afecta directamente. Tal vez si nos interesáramos por el otro, si nos esforzáramos por entender lo mal que lo está pasando tanta gente allá afuera que tiene el mismo derecho que nosotros a estar bien, entonces empezaríamos a cambiar.

martes, 4 de junio de 2013

Para ellas.

Escuché muchas veces que la Biblia es un libro arcaico, desactualizado; que no sirve para los problemas del siglo 21. Podría contarte varias experiencias personales en las que pude comprobar que es el libro más actualizado y moderno se pueda encontrar, pero para esta vez, tengo una protagonista que lo puede expresar mucho mejor que yo.
El libro de Proverbios, que el rey Salomón escribió muchos años atrás, cierra con un retrato muy particular: nada más ni nada menos que  la descripción de una mujer empresaria. Sí. Contrariamente a la visión popular, de una Biblia machista y un Dios para quien la mujer solo se ocupa de cocinar y criar a sus hijos, la protagonista de este retrato es una mujer que sabe balancear cada área de su vida: la familia, su matrimonio, los negocios, la vida social. Es una mujer reconocida en todo el ambiente donde se mueve. Si la ves pasar, seguro va caminando rápido, celular en la mano, vestida con la última colección de Zara (v.22). Pero ojo, no te confundas: no tiene ningún problema en embarrarse para ir a ayudar a esa familia que vive en la villa, o de pararse a conversar con la mujer que está pidiendo monedas en la esquina (v.20). Los que la conocen saben que antes que los negocios viene su Dios y su familia, y que sus valores morales no son negociables.
Su día debería tener 25 horas para hacer todo lo que se propone; pero igual ella sabe organizarse. Se levanta temprano, deja la casa en orden y sale corriendo para el trabajo (v. 15). Es una mujer emprendedora, de esas que siempre están buscando nuevas oportunidades y que saben cuándo es momento de invertir (v. 16). No le molesta cubrir baches o hacer un trabajo de un rango menor; ella sabe quién es y sabe lo que quiere (v. 17).
No se olvida de las fechas importantes, se acuerda de pagar las cuentas, o de cuándo es hora de llevar a los chicos a comprarles ropa nueva porque lo del año anterior ya no les entra (v. 21).
Pero no te equivoques: sabe que no es omnipotente. Su marido es su ayuda y su compañero, y verlo progresar a él es parte del progreso de ella (v. 23). Son un equipo, porque de otra forma ninguno de los dos podría avanzar.
Y todavía hay más: la mujer de este relato es también la consejera de los que la rodean. Todos saben que pueden ir a pedirle ayuda, o sencillamente, una oreja. Sabe dirigir a sus empleados sin ser tirana (v. 26) y cuando llega la noche y la hora de descansar, puede cerrar los ojos tranquila, sin remordimentos y confiada en que, aún en los momentos de crisis, ella está sembrando bien.
Porque, como a todos, va a llegarle la hora de cosechar. La hora de ver los resultados de todo ese trabajo. La hora de ver a su familia avanzar, a sus hijos crecer. Y cuando llega la hora de la verdad, tenemos un resultado que revela quién es ella para los que la ven bien de cerca: Sus hijos se levantan y la felicitan; también su esposo la alaba: «Muchas mujeres han realizado proezas, pero tú las superas a todas.» Engañoso es el encanto y pasajera la belleza; la mujer que teme al Señor es digna de alabanza. ¡Sean reconocidos sus logros, y públicamente alabadas sus obras! (Proverbios 31:28-31).

Dedicado a todas esas mujeres increíbles que puedo y pude conocer.



Para leer el texto completo: http://www.biblegateway.com/passage/?search=proverbios%2031:10-31&version=NVI

lunes, 4 de febrero de 2013

Cuento, parte #1

Daba el sol de febrero. Daba fuerte, la pucha, como queriendo quemar lo inquemable. El reflejo iba pegando en las antenas de TV de las casitas del barrio. Una locura de día. Tres nenes pasaron corriendo, ajenos al calor calcinante. Ajenos también al hambre: se habían acostumbrado a convivir con ese fantasma. Esa molestia en el estómago era un viejo compañero, uno más en los juegos de tardes y noches, una sensación que ya no sabían diferenciar del reflejo de respirar.
El viejo se sentó en su asiento improvisado con un cajón de manzanas. Miró hacia el horizonte con esa mirada que solo los viejos tristes pueden tener, y se quedó así un buen rato, como reviviendo en su mente algún tiempo mejor que probablemente nunca existió. Las manos ajadas y cansadas apoyadas sobre las rodillas lo hacían parecer algún prócer rural que la historia había olvidado de retratar. Sabía que le quedaba poco. Todos los vecinos comentaban lo bien que estaba para su edad, y lo fuerte que todavía se veía a sus ochenta y tantos. Pero él sabía, si, él sabía y podía sentirlo: la parca le andaba cerca.
No es que le preocupara demasiado. La vieja se había ido hacía unos años y desde ese momento su tiempo era como uno de esos chicles recalentados por el sol que se estiran cuando uno los pisa: ya no servía para mucho; había perdido su sabor y su color, pero seguía estando ahí, incapaz de irse también. La vieja. Había sido una buena compañera. Solo muchos años más tarde se enteró de casualidad de cómo ella le dejaba la carne del guiso siempre a él, que llegaba a almorzar más tarde después de trabajar en la fábrica. Años en los que la comida de ella había sido arroz y fideos y un poco de verdura cuando se podía. Pero nunca se quejó. No se quejó ni siquiera cuando tuvo que salir a trabajar, porque con lo poco que él podía traer a la casa no alcanzaba para que comieran los hijos y los hijos de los hijos. Consiguió un carro de supermecado de quién sabe donde y aprendió el marginado oficio de cartonera.
La vieja murió una tarde de invierno, cansada de la vida, murió mirándolo con esos ojos ávidos como los que siempre había tenido, hasta que fue tiempo de cerrarlos, esta vez para siempre. Ese día, ese maldito día, el viejo había sentido que una parte de su vida se apagaba para siempre.
El coche fúnebre fue un carro tirado por algunos caballos resignados a la vida que les había tocado. La enterraron en el cementerio municipal, al lado de su hermana, y en una fosa con un lugar más, que algún día vendría a ser para él. El viejo se descubría seguido pensando en cómo sería estar ahí abajo; cómo se sentiría volver a estar cerca de ella, aunque sea para pelearse por el espacio. Extrañaba que lo reten, extrañaba el sonido de las ollas viejas y escucharla tararear alguna canción de su juventud por lo bajo.
Cuando el sol empezaba a bajar el barrio dejaba de ser un lugar tranquilo. Las madres cuidadosas metían a los nenes adentro de los ranchitos y empezaba a reinar la ley de la noche. El viejo se levantó con movimientos lentos, más por melancolía que por dificultad, y llevó despacio su cajón para adentro. El hijo mayor le había conectado la luz la última vez que la vieja estuvo enferma . A la luz del tubo fluorescente miró alrededor: algunos cachibaches, una mesa vieja y despintada, dos sillas y tres banquitos sin respaldo, un anafe que conoció épocas mejores, una palagana para lavar los platos. En un rincón, varios platos diferentes apilados. Cuando la familia era grande, todos se usaban en cada comida, pero ahora quedaba él solo, y la soledad se hacía más pesada cuando notaba las marcas de los que habían estado. El ranchito tenía una habitación más, que solía ser el dormitorio para todos y ahora era ese rincón donde pasaba sus noches largas. Le costaba dormirse y se despertaba al amanecer, preso de sus pensamientos. Inevitable recordar. La vejez se sentía más en su mente que en sus huesos, como un montón de recuerdos que se habían acumulado y ahora peleaban por salir, peleaban por ganar terreno en su memoria.
En otro de los rincones, le llamó la atención una cajita que nunca había visto. Es verdad que no era un gran observador, pero esa aparición lo sorprendió. Era una caja de zapatos, forrada con un papel viejo con rosas que pertenecían a otra época. Tenía olor a guardado. Atrapado por la curiosidad, levantó la tapa con cuidado y espió adentro: el olor a papel con guardado fue casi más fuerte que el aroma a falta de esposa de su ropa. Cuando logró acostumbrarse al olor, pudo ver adentro y encontró lo que hacía años creía perdido: fotos y recortes de hacía más de cincuenta años atrás, cuando los dos se habían conocido.