lunes, 4 de febrero de 2013

Cuento, parte #1

Daba el sol de febrero. Daba fuerte, la pucha, como queriendo quemar lo inquemable. El reflejo iba pegando en las antenas de TV de las casitas del barrio. Una locura de día. Tres nenes pasaron corriendo, ajenos al calor calcinante. Ajenos también al hambre: se habían acostumbrado a convivir con ese fantasma. Esa molestia en el estómago era un viejo compañero, uno más en los juegos de tardes y noches, una sensación que ya no sabían diferenciar del reflejo de respirar.
El viejo se sentó en su asiento improvisado con un cajón de manzanas. Miró hacia el horizonte con esa mirada que solo los viejos tristes pueden tener, y se quedó así un buen rato, como reviviendo en su mente algún tiempo mejor que probablemente nunca existió. Las manos ajadas y cansadas apoyadas sobre las rodillas lo hacían parecer algún prócer rural que la historia había olvidado de retratar. Sabía que le quedaba poco. Todos los vecinos comentaban lo bien que estaba para su edad, y lo fuerte que todavía se veía a sus ochenta y tantos. Pero él sabía, si, él sabía y podía sentirlo: la parca le andaba cerca.
No es que le preocupara demasiado. La vieja se había ido hacía unos años y desde ese momento su tiempo era como uno de esos chicles recalentados por el sol que se estiran cuando uno los pisa: ya no servía para mucho; había perdido su sabor y su color, pero seguía estando ahí, incapaz de irse también. La vieja. Había sido una buena compañera. Solo muchos años más tarde se enteró de casualidad de cómo ella le dejaba la carne del guiso siempre a él, que llegaba a almorzar más tarde después de trabajar en la fábrica. Años en los que la comida de ella había sido arroz y fideos y un poco de verdura cuando se podía. Pero nunca se quejó. No se quejó ni siquiera cuando tuvo que salir a trabajar, porque con lo poco que él podía traer a la casa no alcanzaba para que comieran los hijos y los hijos de los hijos. Consiguió un carro de supermecado de quién sabe donde y aprendió el marginado oficio de cartonera.
La vieja murió una tarde de invierno, cansada de la vida, murió mirándolo con esos ojos ávidos como los que siempre había tenido, hasta que fue tiempo de cerrarlos, esta vez para siempre. Ese día, ese maldito día, el viejo había sentido que una parte de su vida se apagaba para siempre.
El coche fúnebre fue un carro tirado por algunos caballos resignados a la vida que les había tocado. La enterraron en el cementerio municipal, al lado de su hermana, y en una fosa con un lugar más, que algún día vendría a ser para él. El viejo se descubría seguido pensando en cómo sería estar ahí abajo; cómo se sentiría volver a estar cerca de ella, aunque sea para pelearse por el espacio. Extrañaba que lo reten, extrañaba el sonido de las ollas viejas y escucharla tararear alguna canción de su juventud por lo bajo.
Cuando el sol empezaba a bajar el barrio dejaba de ser un lugar tranquilo. Las madres cuidadosas metían a los nenes adentro de los ranchitos y empezaba a reinar la ley de la noche. El viejo se levantó con movimientos lentos, más por melancolía que por dificultad, y llevó despacio su cajón para adentro. El hijo mayor le había conectado la luz la última vez que la vieja estuvo enferma . A la luz del tubo fluorescente miró alrededor: algunos cachibaches, una mesa vieja y despintada, dos sillas y tres banquitos sin respaldo, un anafe que conoció épocas mejores, una palagana para lavar los platos. En un rincón, varios platos diferentes apilados. Cuando la familia era grande, todos se usaban en cada comida, pero ahora quedaba él solo, y la soledad se hacía más pesada cuando notaba las marcas de los que habían estado. El ranchito tenía una habitación más, que solía ser el dormitorio para todos y ahora era ese rincón donde pasaba sus noches largas. Le costaba dormirse y se despertaba al amanecer, preso de sus pensamientos. Inevitable recordar. La vejez se sentía más en su mente que en sus huesos, como un montón de recuerdos que se habían acumulado y ahora peleaban por salir, peleaban por ganar terreno en su memoria.
En otro de los rincones, le llamó la atención una cajita que nunca había visto. Es verdad que no era un gran observador, pero esa aparición lo sorprendió. Era una caja de zapatos, forrada con un papel viejo con rosas que pertenecían a otra época. Tenía olor a guardado. Atrapado por la curiosidad, levantó la tapa con cuidado y espió adentro: el olor a papel con guardado fue casi más fuerte que el aroma a falta de esposa de su ropa. Cuando logró acostumbrarse al olor, pudo ver adentro y encontró lo que hacía años creía perdido: fotos y recortes de hacía más de cincuenta años atrás, cuando los dos se habían conocido. 

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